Después de recoger los restos del primer gran naufragio se escondió en eternas jornadas de trabajo y un puñado de abrazos desinteresados de amigos y conocidos, y se acomodó en ellos. Los primeros meses fueron una locura de novedades, cenas, reuniones, salidas y entradas, y en una vorágine de acontecimientos pasó la Navidad y el Año Nuevo en un guiño maravilloso le dejó el mejor regalo.
Cuando el sol saludó el primer día del año no se pudo levantar porque no se había acostado y cuando llegó a casa corrió a mirarse en el espejo, tenía un aspecto de horrible felicidad conmovedor, la larga noche y la intensa mañana habían borrado casi todo el maquillaje y el cansancio se había asentado tomando posesión de su reino y sin embargo sus ojos brillaban como nunca.
Cayó rendida al sueño en cuanto le abrió la puerta y despertó en una placidez que casi había olvidado, eran las ocho, hacía un rato que había oscurecido, le sobraba tiempo, disfrutó de esos momentos en la cama cuando uno despierta feliz y los últimos acontecimientos le hacen sonreír, esos instantes de plena felicidad con uno mismo. Estiró cada músculo de su cuerpo para asegurarse de que era ella la que estaba allí mismo y cuando estuvo lo bastante segura de que aquello estaba sucediendo se levantó y empezó a vestirse para la guerra, ese conflicto de locos que llamamos enamoramiento cuando queremos mostrar nuestro mejor plumaje mientras a la vez nos abrazamos con pasión al del oponente en esa lid cargada de deseos.Sigue leyendo “Las caricias del recuerdo.”